Nací en el seno de una buena familia de mercaderes, y ahora, que ya es tarde, comprendo por qué mi padre me trató como lo hizo.
Mi bienamado padre adoraba a la que fue su compañera y madre mía , pero al fallecer ella el día de mi nacimiento parece ser que su buen sentido marchó, y decidió mantenerme encerrada y alejada de todo peligro toda la vida, para poder así amarme siempre y tenerme protegida.
Pasé mis primeros años mimada y querida por las esclavas de mi padre, y por él mismo en sus esporádicas visitas. Crecí pues, desarrollándome como mujer, pero sin aprender nada de la dama que habría de ser en algún momento.
Todavía me arrepiento de lo que hizo de mí el aburrimiento, había oído a hurtadillas a dos esclavas hablando del exterior con añoranza... ¡Yo no conocía ese exterior! Así pues mi cabecita loca, en desconocimiento de lo afortunada que era por vivir como lo hacía, tramó y llevó a cabo una fuga que me costó perder todo lo que había tenido y querido en mi vida.
Una vez fuera, paseé por los alrededores feliz y ufana, hasta que me topé de frente con un hombre. Me quedé mirándole y sorprendida pensé que debía haber más hombres en el mundo aparte de mi padre. No sabía cómo había de actuar, a parte de que no iba vestida adecuadamente. Pero jamás me podría haber esperado lo que me pasó.
Al no saber tratar con otra gente, ni conocer mis derechos, obligaciones, y las formas de comportamiento esperadas en mí, fui capturada como esclava, golpeada y arrastrada contra mi voluntad, mientras no dejaba de resistirme. Sólo recuerdo que después de uno de los golpes de ese monstruo lo vi todo negro.
Me llevaron a otro lugar lleno de mujeres encadenadas, esclavas como las de mi padre, pero peor cuidadas. Allí duré poco, luego vino alguien a buscarme. Un hombre que se sonrió con la sonrisa más horrible que yo había visto nunca, y decidió que me vendería en el puerto de una ciudad de la que no recuerdo el nombre. Aún atontada noté cómo me ponían unos grilletes viejos, oxidados, y sucios en las muñecas, y horrorizada comprobé que vestía ropas que no eran mías y apenas tapaban lo que debían, creo que después perdí el sentido.
Cuando volví en mí, íbamos camino del puerto, en cuanto estuve algo más espabilada noté que los grilletes me quedaban algo holgados, y que podría quitármelos sin muchas complicaciones. Pero si algo sabía de fugas era que había que montar primero un gran revuelo para distraer la atención de quienes vigilaban (y por supuesto no quería volver a perder la consciencia, después de tantas idas y venidas) así que me armé de coraje y me dediqué a observar a mis compañeras de fila.
Una de ellas estaba mucho más recta que las demás, e iba murmurando en voz apenas perceptible. Parecía enojada, y la tenía muy cerca. Decidí que era a ella a la que debía molestar. Primero dándole pataditas, luego sonriendo socarronamente, y finalmente, cuando ya estaba tan molesta como para saltar sobre mí y dejarme calva a tirones de pelo, la insulté en un susurro.
Obviamente aquella fiera saltó como esperaba, pero calculó mal (gracias a los reyes sacerdotes, y a que tenía años de experiencia molestando a las esclavas de mi padre) y fue a darle a la que estaba a mi lado, que también se ennervó y la golpeó. Debido al hacinamiento al que estábamos sometidas, la pelea se extendió como la polvorilla, y aunque amoratada y rasguñada logré zafarme y escapar de la algarabía, donde ahora se mezclaban kajiras y guardias.
No sé ni cómo logré llegar a Tyros, sólo sé que sigo viva y es lo que quiero seguir haciendo.